Me dijiste,
“No sé donde está la tumba de mi abuela
ni quiero buscarla”,
entre llantos,
en un cementerio que conocías
desde niña.
Tratabas de caminar por tus mismos pasos,
hacer el mismo camino
pero muchos años
ya habían pasado.
Simulabas jugar,
y al mismo tiempo,
no dejabas de temblar.
“A esa abuela, a la de mi papá,
a la que vivió conmigo,
la vi en vida.
No quiero otro recuerdo”,
aclaraste.
Tu misión, tu deseo, tu necesidad,
fue encontrar a la otra.
La abuela materna, el abuelo,
Esos eran los que te esperaban.
Pero no dábamos con la calle correcta
ni con el camino,
ni con el pasillo.
Es la abuela de tu obra,
la que inspiró aquella historia,
de muerte,
de familia,
de vida.
Un hombre apareció
y el camino indicó.
Preguntó si la tumba que buscabas era
la de un escritor.
No sabía él,
que vos sí lo eras.
Y que muchos recuerdos
allí guardabas.
Eras escritora,
Sí.
Estabas viva,
sí.
Aquel indicó un camino
que tampoco era el indicado.
Apareció otro hombre,
con un perro y un bastón.
Recordó la muerte,
de ese abuelo
que en el tiempo se te perdió,
de esa abuela,
que en tu obra,
reapareció.
Dijiste gracias y te quedaste frente a sus fotos.
Tocaste la imagen de sus rostros,
te desvaneciste
pero no paraste de repetir,
algún día,
yo estaré aquí.
Te desdijiste cuando nos fuimos,
entre lágrimas y tristezas.
Fue díficil comprender,
como aquellos
que sin amarse en vida,
están ahora,
en una,
esa misma lápida.
Cómo la muerte sembró
más sospechas
que certezas.
Como pudo todo,
terminar de aquel modo.
“Si es tan difícil encontrar el camino,
puede que acá no sea mi destino”,
dijiste.