Escribir
bien, escribir siempre, escribir en la cabeza y no en el papel, sentarse y que
no salgan las palabras. Escribir así no, así sí. Escribir historias, armar
frases en el aire, unir un conjunto de palabras que suenan bien, que explican
ese momento, aquella mirada, una situación determinada y nunca llegar. Nunca llegar
hasta el papel que las hace inmortales. O llegar y luego abandonar porque,
claro, no es el gran texto, ni el texto que esperaba mi cabeza que fuera
correcto o el texto ideal, o el que conmovería o el que haría sentir al lector
como me sentí yo cuando lo pensé, cuando lo creé en mi cabeza. Mente
superpoderosa, llena de adjetivos, comas, sustantivos, puntos suspensivos,
signos, condiciones de producción, mis condiciones de reconocimientos pero
nunca un punto final o sí. Más puntos seguidos, sí. La vida es eso, puntos
seguidos; el fin de un párrafo, un punto final.
Y volver
otra vez a imaginar, a crear, a escuchar palabras, armar frases que le dan
sentido a una historia y que quedan, en el aire, flotando, como los remolinos
que anticipan la lluvia.
Ver el
ciclo, la trampa, la trama y construir el desenlace para transformar la trama,
sacar la neurosis, quemar las inseguridades, enfrentar los desafíos y actuar. Plasmarlo
todo con puntos, acentos, sin faltas, con diálogos, paréntesis y llegar a la
historia para que no te convenza, para que no te guste. Disfrutar el proceso.
Eso es todo. Pero disfrutarlo de una vez. Hacer, enfrentar temores, liberar la
mente, sacar la voz.
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